Marqués de Tamarón || Santiago de Mora Figueroa Marqués de Tamarón: septiembre 2011

lunes, 26 de septiembre de 2011

Toda tema es postema

«Toda tema es postema», advirtió Gracián. Como es sabido que los que han hecho el Bachillerato en los últimos años son casi analfabetos, convendrá aclarar para su gobierno que la sentencia quiere decir que toda obsesión es un absceso. Gracián emplea, pues, tema como substantivo femenino en la acepción definida por el Diccionario como «idea fija que suelen tener los dementes». Acepción que nos parece muy idónea para calificar ciertos usos lingüísticos hoy en boga entre algunos periodistas, políticos e intelectuales semialfabetizados. Más que errores crasos son torpezas, muletillas pretenciosas y solecismos propios del mediopelo cultural. Sin ánimo de recogerlas todas —la mies es mucha— agavillaremos hoy unas cuantas temas para presentar a nuestros lectores en este junio florido un ramillete de memeces de moda.

El tema. Si Gracián volviese a este mundo deduciría que la mayor tema es el tema (en el sentido de «asunto o materia», claro). Hoy todo es tema: el tema del suspenso del niño, el tema de la OTAN, el tema de las letras del coche, el tema de la ecología. Todo lo que hasta hace quince años se llamaba cuestión, asunto, negocio, problema o incluso tema —según los matices— ahora se reduce a tema. Como una gran concesión a la riqueza de volcabulario, y cuando el caso es ya desesperado, se habla de problemática (nunca de problema). Así, cuando lleva tres años sin llover los ministros hablan de «la problemática del sector». Cuando solo ha sido malo un año, mencionan «el tema de la pluviometría adversa». La gente del campo, menos fina, lo llama sequía o seca, blasfemando y haciendo rogativas. Porque no hay que olvidar que los temas están hechos para ser tocados en profundidad por un colectivo de expertos. No sirven para llorar, desesperarse o entusiasmarse con ellos. De ahí que los tecnócratas pusieran de moda la palabra. Sirve para desdramatizar las situaciones, que dirían ellos.

Lúdico. Es primor muy apreciado. Un titular como «Los niños podrán festejar en ambiente lúdico la feria dedicada a la lectura» (ABC, 2-6-85) podría redactarse «Los niños podrán jugar en la Feria del Libro», pero entonces perdería gancho para los viciosos de estas temas, ya que no para los niños. Aunque el término de marras ya aparece en el Diccionario (hasta esta última edición sólo se recogía lúdicro) sería triste que su uso desterrase el de los otros muchos vocablos referentes al juego y al regocijo de los que dispone el castellano: retozar, triscar, juguetón, travieso, festivo.

Masacre y holocausto. Hoy en día si hay más de tres muertos se habla de masacre, y si son más de diez se dice holocausto. Los Santos Inocentes fueron más y sin embargo su muerte se califica de matanza. En Centroamérica, donde saben mucho de eso, la gente se regodea previendo una «matazón de hijos de puta». ¿Qué ha pasado con nuestras entrañables matanzas, matazones y otras degollinas tradicionales? Pues que han perecido, víctimas del inexorable Síndrome de la Hipérbole Inalcanzable. En otro artículo les explicaremos de qué se trata.

Un cerebro gris. En cada organización se asegura que hay uno. En la Banca, en el Ejército, en cada sindicato o en cada partido político tiene que haber un Cerebro Gris. Se supone que es el poder oculto que hace y deshace entre bastidores, el genio que actúa siempre en la sombra. Prescindiendo de lo difícil que se hace creer que algo, bueno o malo, en la España de hoy sea producto del frío cálculo de un gran organizador escondido, la expresión cerebro gris es en sí un dislate hijo de la ignorancia de nuestros mentores intelectuales. El cardenal Richelieu tenía un confidente y consejero, el padre Joseph, un fraile que llegó a ejercer gran poder sin abandonar el talante retraído y la apariencia humilde. Este valimiento y el contraste entre la púrpura de Su Eminencia y la parda estameña del fraile hizo que el padre Joseph fuese apodado con ironía temerosa la Eminencia Gris. Aldous Huxley escribió un libro sobre él, con ese título, hace cuarenta años. La expresión hizo fortuna en el mundo anglosajón y se usa para designar a cualquier político o burócrata con más poder real del que ostenta oficialmente. Cuando se importó la locución en España algunos listillos creyeron que se refería a la materia gris que contiene el cerebro, y en el suyo —en su cerebro o en lo que haga las veces de tal— se debieron de cruzar algunos cables, naciendo triunfal el latiguillo del cerebro gris.

Lo malo de estas temas —y otras que ya iremos disecando— no es tanto su condición ridícula o reiterativa cuanto el empobrecimiento que acarrean en nuestro vocabulario. Con un mecanismo parecido al que en la economía describe la ley de Gresham («el dinero malo expulsa al bueno») estos fetiches verbales terminan asesinando a sus sinónimos de mejor derecho, mayor belleza y superior precisión. Depauperan el castellano. Y el único juicio de valor seguro en la evolución de una lengua es que todo empobrecimiento es malo.

Por eso nos atrevemos a pensar que si Gracián levantase la cabeza complementaría su «toda tema es postema» con un tajante toda tema sea anatema.

(Este artículo se publicó en el ABC el 22 de Junio de 1985)

A propósito del Père Joseph, consigue la mejor quintaesencia de dislates don Domingo del Pino en su artículo Los Bolonios (El País, 13-4-86), donde dice:

«Un español de auténticas calzas bajo la sotana, Gil de Albornoz en su tierra, Aegidius Albornotius entre los italianos, cardenal de grandes designios al estilo de aquel jesuita descalzo que inmortalizó Aldous Huxley en La eminencia gris, reconquistó en tierras de la Reggio-Emilia las propiedades, fincas, palacios, ciudades, condados y marcas a que la Iglesia romana creía tener derecho como heredera de Pedro, sometió a nobles y plebeyos y acumuló títulos y privilegios».

Los «jesuitas descalzos» no existen, el Père Joseph era capuchino y, sobre todo, el Cardenal Albornoz era lo contrario de una eminencia gris: era una eminencia purpurada, arquetipo del género y prototipo de Richelieu. Y el Sr. del Pino, fenotipo del listillo español.


(Este artículo y su nota fueron recogidos en los libros El Guirigay Nacional (1988) y El Guirigay Nacional. Ensayos sobre el habla de hoy (2005))



Bibliografía de El Guirigay Nacional. Ensayos sobre el habla de hoy
Bibliografía del Marqués de Tamarón
(c) Marqués de Tamarón 2008

jueves, 15 de septiembre de 2011

Botones de muestra (V)



Esta es una novela picaresca -escrita por un autor nada pícaro- que escoge como protagonista a un pícaro inocente, mánico-depresivo, opositor a notarías, obeso y de nombre Simbad Martínez. La unidad de acción es bastante intensa pues dura un año y 494 páginas. Ni una es aburrida. Los lances, en el Madrid de hoy, tienen todos un algo de Kafka y un mucho de Cela, de Mihura y hasta de Tintín, o mejor dicho de los dos policías tontos, Dupond y Dupont, representados por Aguayo y Torrecilla.

El efecto final no es sólo el clásico de la novela picaresca –nihilismo mezclado con añoranza de un mundo menos estúpido y cruel- sino burla surrealista con una palpable e injustificada esperanza en el porvenir.

Esto último se opone a la constante presencia de aforismos al estilo de Cioran, de los que es autor Simbad Martínez. Bien mirado y si relee uno a Cioran verá que es menos pesimista de lo que uno cree recordar porque no ha perdido el humor, un cierto humor salvaje, nada melancólico. Miguel Albero tiene tal oido literario que del medio centenar de aforismos que salpimentan la novela, cada lector puede intuir cuáles son un trasunto de Cioran y cuáles, más surrealistas, de Ramón Gómez de la Serna o de Jardiel Poncela. Y sin embargo, todos son rigurosamente (o suavemente) originales. Por ejemplo:

Hoy no puedo vivir todos los días

Los meses terminan y empiezan los meses.
Tampoco aquí se nos concede tregua alguna.

No hay sinvivir.
Sin vivir.
Eso quisiéramos.

Saber que existes me hace ser.
Perderte sería perderme.

No vivir siempre es más hermoso.
Vivir no siempre es la quimera.


Al releer los ejemplos que anteceden entro sin querer en el juego de detectar los influjos heterogéneos. ¿Gracián, el Barroco? Y a veces emerge, como una ballena cubierta de percebes, un aforismo grandilocuente pero nada serio, como un Viva mi dueño en la panza de un cacharro de loza:

De mi pueblo soy,
por mi pueblo vivo.

Mi pueblo es mi vida.
Por eso soy, por eso vivo.


Claro que esto ya es al final de la novela, donde el desengaño llega devolviendo la razón al pícaro, después de una batalla burlesca pero brutal en un supermercado. Este último episodio, como el resto de la acción constante en las tres partes de la novela, serían perfectas para una o varias películas. Las películas serían como la novela, que alguien tan tajante y agudo como Evelyn Waugh hubiera calificado de very funny, very sad. Quizá sea porque la dichosa contemporaneidad insobornable que nos ha tocado en suerte es así, triste y cómica a la vez. O sea, grotesca. Esta novela está en la mejor tradición española de retratar esa realidad grotesca.




Ya queda menos
Por Miguel Albero
Zut Ediciones S.L.
Málaga, 2011



Enlaces relacionados:

Botones de muestra (VII)
Botones de muestra (VI)
Botones de muestra (IV)
Botones de muestra (III)
Botones de muestra (II)
Botones de muestra

martes, 13 de septiembre de 2011

De reala de catetos a colectivo de cursis

España ha pasado en cincuenta años de ser un país de catetos a ser un país de cursis.

Esto no es en sí ni bueno ni malo; es un mero hecho sociológico. Su corolario lingüístico es por el contrario fácil de valorar: un desastre. El cambio salta a la vista, o mejor dicho al oído. El cateto —ya fuese campesino ya pequeño artesano de pueblo o ciudad— tenía un vocabulario muy rico, porque lo necesitaba en la vida diaria, mientras que su nieto el cursi no precisa más de un millar de palabras y por consiguiente ése es todo el horizonte de su léxico. En su trabajo de oficina o de fábrica no necesita más de una docena de vocablos especializados, y un número parecido para el automóvil, el fútbol o la caja tonta. El evidente empobrecimiento ha sido muy estudiado, pero uno de sus aspectos concretos no parece haber sido objeto de atención particular. Nos referimos al triste caso de la desaparición de los nombres de conjuntos.

El castellano es, o era, muy rico en nombres que designan las agrupaciones de cada clase de animales, personas o cosas. No se dice un grupo de abejas, pájaros o peces, sino enjambre, bandada o banco respectivamente. Pero además hay nombres peculiares según la especie del animal. Igual que disponemos de robledal o pinar para precisar ciertos tipos de bosque tenemos bando para las perdices y algunas otras aves, recova para los perros de montería, rebaño para las ovejas o cabras, etcétera. También hay palabras distintas según el número de individuos que componen ciertos grupos: no es lo mismo un hatajo que una punta o una piara de ganado. Como varía en ocasiones el nombre del conjunto según la disposición de sus unidades o la función que en ese momento desempeñe, y no es lo mismo un tiro de mulas (enganchadas) que una recua de mulas (en hilera y usadas como bestias de carga).

Los matices son múltiples. Casi todos sabemos que no es lo mismo una yunta (de dos bueyes) que una collera (de dos pájaros) o un tronco (de dos caballos o mulas), pero pocos recuerdan que manada no sólo se aplica a los lobos y otros animales salvajes sino también a los cerdos y a otros ganados que no forman rebaños. Y muy pocos saben lo que es una parada o una baraja (de cabestros), igual que tiende a olvidarse la diferencia entre una partida (de cazadores) y una armada (de monteros). Ni siquiera, pues, cuando el grupo es humano hemos logrado mantener la variedad específica. La cuerda de presos, la familia de criados o la cuadrilla de bandoleros (esta última relevada por el pretencioso eufemismo de «comando», en general de etarras) van cayendo en el olvido. Hasta la humilde ristra de ajos desaparece, víctima de la substitución de la cocina por las latas de conservas.

¿Y el puterío? ¿Y la farándula? ¿Y la soldadesca? ¿Acaso no subsisten en carne doliente y hueso quebradizo? ¿Qué ha ocurrido con los mil nombres gregarios variopintos que daban color y precisión a nuestro idioma? Ya sus mismas desinencias indicativas de la condición de conjunto prestaban variedad eufónica a la lengua. Doña María Moliner las tiene catalogadas en su diccionario, como caracolas que encierran distintos ruidos del mar. Hasta diecinueve sufijos típicos de los nombres de conjunto recoge. Basten algunos ejemplos para recordar la sonoridad de que es capaz el español: raigambre, velamen, mezcolanza, parentela, cornamenta... Ahora ni los cuernos se salvan de la simplificación fonética y conceptual. La depauperación del repertorio se agrava al imponerse uno de los fetiches verbales más conspicuos de nuestros días: el colectivo.

Cual heraldo de la era colectivista que se nos propone, el substantivo colectivo aparece cada vez que se menciona a un grupo de individuos unidos por algún objetivo o circunstancia común, permanentes o transitorios. Un colectivo de prostitutas protestan, un colectivo de analfabetos escribe un manifiesto, un colectivo de agricultores franceses prende fuego a veinte camiones de lechugas españolas, etcétera. A veces se llega a hablar de «una coordinadora (otra palabra mágica) de colectivos». O se echa mano de otra de las temas de nuestro tiempo, que es emplear serie («se produjo una serie de explosiones simultáneas») olvidando que se trata de un conjunto de cosas o acontecimientos sucesivos y no sincrónicos.

Uno se pregunta a dónde habrá ido a parar la famosa imaginación del español. A fin de cuentas los ingleses conservan en uso su añeja lista de agrupaciones de animales y siguen diciendo, por ejemplo, «a pride of lions» (un orgullo —por manada— de leones), y los franceses no han desechado la vieja acepción de teoría (procesión, cortejo) y pueden decir «une théorie de séminaristes». Si los españoles no quieren guardar vistosas antiguallas, ¿por qué no inventan otros términos igual de sugestivos? Con lo fácil que sería acuñar expresiones que evitasen el monótono —y algo inquietante, que huele a soviet— colectivo. Ahí va un puñado de sugerencias: una piojera de inspectores de Hacienda, una pavada de diplomáticos, una sangría de médicos, un borrón de escritores, un monipodio de políticos, un sarpullido de funcionarios, una gárgara de periodistas, un miasma de maestros, un momio de catedráticos, un chuponcio de abogados.

Será que el cursi ni inventa ni sabe conservar las invenciones de sus abuelos catetos. Ortega y Gasset no se resignaba a que España estuviese invertebrada por falta, entre otras cosas, de minorías selectas. Nosotros, modestos lingüistas, acatamos el cruel hado histórico —o biológico, o lo que sea— que nos priva desde hace casi dos siglos de tales minorías. Pero ¡quitarnos ahora hasta a los catetos...! Por usar uno de los pocos neologismos atinados de hoy, es demasié. Es triste pasar de ser una reala de catetos a ser un colectivo de cursis.


(Este artículo se publicó en el ABC del 27 de Julio de 1985)


España no se convirtió oficialmente en un colectivo de cursis hasta un poco después, cuando fue admitido en el Diccionario de la Real Academia el término colectivo. Nos los explica así don Fernando Lázaro Carreter: «Del vocabulario marxista penetra en el caudal general colectivo: “Cualquier grupo unido por lazos profesionales, laborales, etcétera”; no sobraría haber añadido los lazos ideológicos y de intereses, cuando menos» (ABC, 7.2.87).

Por otro lado, don José Pedro Pérez-Llorca me dice que olvidé un bonito nombre de agrupación, de la era precolectivista: cardumen (banco de peces). No fue olvido, fue ignorancia. La reparo ahora con gusto pues aunque el nombre no es bonito —rima con cerumen y cacumen— sí es interesante y suena raro. Aunque Corominas afirma que dicho portuguesismo tan sólo consta hoy en América, mi paisano lo ha oído en la provincia de Cádiz.


(Este artículo y su nota fueron recogidos en los libros El Guirigay Nacional (1988) y El Guirigay Nacional. Ensayos sobre el habla de hoy (2005))



Bibliografía de El Guirigay Nacional. Ensayos sobre el habla de hoy
Bibliografía del Marqués de Tamarón
(c) Marqués de Tamarón 2008